Camacho y yo

04 mayo 2006

Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.

Lo dejo suelto y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente: "¿Platero?", y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal...

Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar; los higos morados, con su cristalina gotita de miel...

Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña...; pero fuerte y seco por dentro, como de piedra... Cuando paso sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo:

-Tiene acero...

Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.


Así da comienzo una de las novelas cumbre de la literatura española, "Platero y yo" de Juan Ramón Jiménez. Ese libro cuenta la historia de un niño y su burro Platero.

Yo también tuve un burro, más bien mis abuelos tenían un burro, que se llamaba Camacho. Camacho, como Platero, era pequeño, peludo y suave. Me encantaba acompañar a mi abuelo, a última hora de la tarde, al prado donde Camacho pernoctaba. Recuerdo que en el camino, Camacho se apartaba de los pinchos de las chumberas y las zarzas, y si le hacías cosquillas en el cuello corría más. Al llegar al prado, le quitábamos todos los aparejos y Camacho corría libre a cobijarse en la sombra de un gran árbol. Según me contó mi abuelo años después, cuando fue vendido Camacho se escapaba de sus nuevos dueños e iba a dormir a aquel prado.

Otro de los recuerdos de mi niñez está relacionado con él; un día José nos dijo a Ester y a mí que el burro tenía el estomago sucio y que por eso cagaba tanto... que había que limpiarle el estomago con detergente. José era mayor que nosotros y solía ser el cerebro de la mayoría de las trastadas que hacíamos, Ester y yo tendríamos, por aquel entonces, unos seis años. Ni que decir que le pusimos al agua de Camacho detergente... afortunadamente mi abuelo nos interceptó y la cosa no pasó a mayores... al menos para el burro y para nosotros, porque José estuvo encaramado a una viga del Casillón toda la noche, mientras mi abuelo esperaba, con la correa en la mano, a que bajara.

Hoy todas las anécdotas las recuerdo con cariño, pero hubo un día que Camacho nos tiró a mi prima Noe y a mí por el aire, ese día no me cayó muy bien... aunque al día siguiente volvía a montar en él. Recuerdo que el días que nos tiró habíamos bajado al Linar Largo a coger tomates y fresas de agosto (mucho más pequeñas que las típicas, pero el doble de buenas) con mi padre. Supongo que hacía mucho calor para estar cargando con varios kilos de frutas y verduras, y con un par de mocosos.

Por cierto, los de la foto somos Mónica y yo (yo soy el enano).

Corto y cambio,