Lo dejo suelto y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente: "¿Platero?", y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal...
Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar; los higos morados, con su cristalina gotita de miel...
Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña...; pero fuerte y seco por dentro, como de piedra... Cuando paso sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo:
-Tiene acero...
Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.
Así da comienzo una de las novelas cumbre de la literatura española, "Platero y yo" de Juan Ramón Jiménez. Ese libro cuenta la historia de un niño y su burro Platero.
Yo también tuve un burro, más bien mis abuelos tenían un burro, que se llamaba Camacho. Camacho, como Platero, era pequeño, peludo y suave. Me encantaba acompañar a mi abuelo, a última hora de la tarde, al prado donde Camacho pernoctaba. Recuerdo que en el camino, Camacho se apartaba de los pinchos de las chumberas y las zarzas, y si le hacías cosquillas en el cuello corría más. Al llegar al prado, le quitábamos todos los aparejos y Camacho corría libre a cobijarse en la sombra de un gran árbol. Según me contó mi abuelo años después, cuando fue vendido Camacho se escapaba de sus nuevos dueños e iba a dormir a aquel prado.
Otro de los recuerdos de mi niñez está relacionado con él; un día José nos dijo a Ester y a mí que el burro tenía el estomago sucio y que por eso cagaba tanto... que había que limpiarle el estomago con detergente. José era mayor que nosotros y solía ser el cerebro de la mayoría de las trastadas que hacíamos, Ester y yo tendríamos, por aquel entonces, unos seis años. Ni que decir que le pusimos al agua de Camacho detergente... afortunadamente mi abuelo nos interceptó y la cosa no pasó a mayores... al menos para el burro y para nosotros, porque José estuvo encaramado a una viga del Casillón toda la noche, mientras mi abuelo esperaba, con la correa en la mano, a que bajara.
Hoy todas las anécdotas las recuerdo con cariño, pero hubo un día que Camacho nos tiró a mi prima Noe y a mí por el aire, ese día no me cayó muy bien... aunque al día siguiente volvía a montar en él. Recuerdo que el días que nos tiró habíamos bajado al Linar Largo a coger tomates y fresas de agosto (mucho más pequeñas que las típicas, pero el doble de buenas) con mi padre. Supongo que hacía mucho calor para estar cargando con varios kilos de frutas y verduras, y con un par de mocosos.
Por cierto, los de la foto somos Mónica y yo (yo soy el enano).
Corto y cambio,
0 Apuntes:
Publicar un comentario