Artículo, escrito por SALVADOR CARDÚS, publicado hoy en La Vanguardia.
Tengo la convicción moral de que José María Aznar es un personaje cínico que sigue mintiendo con el mismo talante que le empujó a hacerlo el 11-M. Mis pruebas las hemos tenido todos ante los ojos. Vean la fotografía de la portada de La Vanguardia del domingo, 26 de febrero de la manifestación del día anterior en contra de la política de Zapatero para acabar con el terrorismo. ¿Es creíble que alguien que está convencido de que el actual Gobierno socialista está claudicando ante ETA en lo que sería una verdadera rendición del Estado de derecho, en plena protesta, se ría feliz, a carcajadas, como muestra la imagen?
Pero por si una fotografía fuera poco, vuelvan a mirar la portada de La Vanguardia del sábado, 4 de marzo. Nuevamente, Aznar, a pesar de vaticinar la muerte de España, que según él no va a sobrevivir al Estatut catalán que sabe a ciencia cierta que va a ser aprobado dentro de pocos meses, se sigue riendo tan ricamente.
Ya sé que no se trata del tipo de pruebas irrefutables que podrían resistir un proceso judicial. Pero les puedo asegurar que, en momentos de zozobra, cuando también pienso que mis representantes políticos en el Parlament de Catalunya están claudicando en la negociación del Estatut o cuando, con la moral en los pies, pienso que la nación catalana junto con nuestra lengua no van a poder sobrevivir otra generación, nunca me he reído. No: esta gente a la que le dan ataques de risa no puede ser que se crea unos pronósticos tan terribles: el Estado que se rinde, la España que se muere... Lo que sucede es que están convencidos de que éste es el atajo más directo que puede llevarlos nuevamente a controlar, a través de la política, los engranajes del poder real. Es decir, poder arbitrar a su conveniencia el poder económico y seguir, a través del control de la violencia simbólica, con el proceso de uniformización cultural y nacional.
Otra cosa es si aciertan con su estrategia. Y no es que ponga en duda la eficacia preelectoral de su discurso cínico en buena parte de España. Las encuestas parece que, aun sin tenerla, de momento les dan la razón. Y como a las ratas de laboratorio, en un mecanismo de condicionamiento mecánico, al obtener respuestas placenteras, se van de la lengua como exacerbadamente va la pata del ratón a la palanca que dispensa el premio. Pero resulta que fue este tipo de descontrol lo que los echó de la Moncloa. No sólo el 11-M, sino durante toda la segunda mitad -por lo menos- de su segunda legislatura con mayoría absoluta. Las mentiras del 11-M no colaron, pero sí lo habían hecho las anteriores, como aquella del supuesto pacto de ETA con Carod-Rovira.
Y a eso voy. El drama del Partido Popular es que está atrapado en una lógica perversa, en la que la exacerbación de su idea de España es lo que la hace realmente imposible. Me explico: cuanto más excita Aznar su proyecto uniformista, más expulsa de él a una parte sustancial de lo que pretende primero amarrar y después deglutir. Si el independentismo catalán dobló su representación entre 1999 y 2003 en el Parlament de Catalunya se debió, en buena parte, a la inteligencia política de su posición moderada, constructiva y gradualista que lo situó en una centralidad que rompía con los ejes clásicos del análisis político. Pero creo que ni ellos se engañan sobre hasta qué punto Aznar ayudó a situar al independentismo en el centro de la política catalana. Del mismo modo, ERC pasó de dos a ocho diputados en las Cortes españolas en el 2004 gracias al linchamiento y posterior victimización de Carod-Rovira que los aparatos de propaganda del PP brindaron generosamente a este partido.
Algo parecido se podría decir de lo ocurrido en el País Vasco. Cuando el bloque perversamente llamado constitucional se pasó de la raya en las elecciones vascas del año 2000, consiguieron lo que podría llamarse la legislatura dorada del lehendakari Juan José Ibarretxe, en la que consiguió consolidar su liderazgo político y social. Quien retiró el plan y, al menos públicamente, ha retirado del protagonismo de la escena vasca a Ibarretxe y a su plan, para bien de unos y mal de otros, no fue Aznar, sino que ha sido Rodríguez Zapatero.
Desde el punto de vista catalán, el nacionalismo exacerbado del PP de Aznar y sus actuales colaboradores, incluidos ya sin ninguna duda Rajoy y Piqué, es el que marca la máxima distancia política imaginable entre Catalunya y España. En Catalunya es inimaginable que un partido político que no se resigne a la marginalidad pueda tener a alguien que diga que los golpistas del 23-F eran gente de buena voluntad. En Catalunya es imposible que un partido que no apueste por ser extraparlamentario pueda dar a entender que no quiere la paz a ningún precio cuando sostiene que la paz, al contrario de todas las demás paces conocidas, no debe negociarse. Aznar, y el PP, además, saben que rechazando el Estatut que ahora se discute se enfrentan al 90% de la voluntad política expresada democráticamente y que está pactando, siguiendo los caminos constitucionales, con la voluntad democrática mayoritaria de los españoles.
En fin que, ahora sí, con pruebas objetivas, puede decirse que, para su desgracia, la lógica perversa del PP reside en que cuanto más avanza su propuesta unitarista y su discurso mendaz, más se acentúa la división entre los pueblos y naciones que actualmente configuran España. Algunos podrían pensar que me alegro por ello. De ninguna manera: consideraría una verdadera desgracia que, algún día, una nación catalana libre estuviera en deuda con el PP de José María Aznar. Aquí, los únicos que se descojonan cada vez que anuncian calamidades son los líderes del PP. ¿Por qué?
Corto y cambio,
0 Apuntes:
Publicar un comentario